Los intrépidos

Mafer Menag
4 min readJun 11, 2021

Primera parte

Cuando descubrí una de mis palabras favoritas, leía todos los días un cuento infantil llamado “Los intrépidos” que hablaba de una pandilla de amigos que se la pasaban muy bien creando cosas en su espacio y en sus mentes. Quizá ahí empezó todo.

En el cuento los personajes eran liderados por una niña que, al igual que yo, había encontrado su personalidad en una palabra, ella era intrépida.

Según la RAE, esta palabra se refiere a dos adjetivos, intrépido de aquella persona que no teme en los peligros, o bien, quien obra o habla sin reflexión. Para el caso, soy ambas.

Esteban ha sido la prueba más evidente de cómo he ejercido las dos facetas de este rasgo que tengo. Que me enorgullece, pero que ha puesto a temblar a mi mamá incontables veces.

Cuando lo conocí fui de las pocas que defendió su argumento en medio de un puño de escandalizados defensores del patrimonio cultural en un coloquio de ciencia y arte. Compartimos tanto la visión sobre lo que debía hacerse en esos centros ceremoniales para darle vida a nuestra historia, que a las pocas semanas, ese hombre que me supera la edad de forma evidente y que venía de la CDMX, volvió para invitarme a desayunar y seguir hablando de cómo armar un proyecto que pudieran comprarnos.

Pedimos chilaquiles, y como suelo hacerlo, le conté cada detalle de mi historia personal, lo que pensaba, en lo que creía, cómo había sido mi vida hasta ese momento; lo que soñaba, mi comida favorita. Digamos que le di una TED talk super profunda de mi existencia. Se acabó el tiempo, él debía regresar y me dejó la promesa de que la próxima vez, sería él el speaker y se expondría tanto como yo lo hice.

Pasó un año, en el que por mucho había olvidado aquella promesa y muchas cosas ya estaban de por medio. Hasta que dos días antes de mi graduación me escribió. Hicimos cita y nos vimos a la semana.

Pasamos el día juntos, escuché cada teoría, cada historia familiar que lo definía, sobre sus amores, las aventuras que tuvo en su viaje por Europa, de donde recién llegaba. En la noche nos encontrábamos en la barra de un bar de la Madero que ya no existe, pero que tenía luces neón un menú muy hipster, con el que pudo probar un mínimo de lo que es una guacamaya.

El servicio aquí es pésimo, decía cada vez que pedíamos otra ronda. Hasta que le confesé lo poco que conocía fuera de mi ciudad y mi pueblo. Si he ido a la Ciudad de México, de la Villa y de Six Flags no he pasado, le dije.

Así como mi maestra de arte contemporáneo, a él le dio el infarto y fue cuando me propuso irme con él una semana a explorar la ciudad, todo pagado.

Era la tercera vez que yo veía a ese sujeto. Le dije que no y la velada siguió.

Nos desvelamos platicando de todo, quedamos en desayunar y cuando fue su momento de partir, lo detuve en la puerta.

¿Me dejas hacer mi maleta? Oye ¿puedes hablar con mi mamá? Pásame tu currículum para mandárselo.

Como si eso fuera suficiente, casi avisé que partía por una semana sin saber exáctamente dónde dormiría.

De camino hicimos una escala en Querétaro, donde él tenía otra cita. Yo esperé en un centro comercial. Pasó por mi mente pedir a una tía que pasara por mi y abortar misión, pero preferí entrar a Chillis y pedir una hamburguesa para calmar mis nervios y hacer tiempo.

Como buen melómano Esteban supo qué canciones poner para rodear el Ángel de la Independencia, era ya de noche cuando llegamos a un edificio antiguo pero muy bonito en la Doctores.

Me instalé y él me entregó la tarjeta del metro, del metrobús y de la bicicleta.

Mi punto cero en la ciudad fue el espacio escultórico. De ahí me lancé a hacer realidad uno de mis sueños, conocer uno de los rostros que había creado O’Gorman, sí, la biblioteca de la UNAM.

Ahí fue donde conocí a Pierre, con quien tomé por primera vez el metro para conocer Coyoacán.

Pierre me contó que su familia lo había mandado a estudiar a Michoacán para que él pudiera tener mejores oportunidades, pero estaba de intercambio en la metrópoli para hacer su último semestre de antropología social. Su sueño era volver a su nativo Haití y escribir su historia después del terremoto. Comimos un helado de limón y nos despedimos.

Buscando nueva ruta, descifré entre las personas una silueta que me resultó familiar. Alto, con camisa blanca y un saco azul de una talla más grande, Juan Villoro sostenía un paraguas descifrando a dónde ir.

Uno de mis escritores favoritos estaba frente a mí con una expresión de pérdida. En cuanto dio el primer paso lo seguí, sin miedo de ser descubierta. Hasta que me di cuenta de que podía llegar a donde él estaba, pero no regresar. Así que lo despedí una cuadra antes de perderme, convencida de que esa era una señal.

Me fui a Cineteca Nacional y después de ver “Estocolmo”, la película española, decidí que quería vivir ahí. Comenzó a llover y tomé la línea verde para encontrarme de nuevo con mi amigo y le conté todo sin saber que ya había decretado algo que me cambiaría mi vida para siempre.

Escucha el capítulo en mi pódcast: https://open.spotify.com/show/3kXK8CJDLfjCKyAkfVPvof?si=mn4g1mw-QvytlnN1GYfCsQ&dl_branch=1

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